El archipiélago de las Azores siempre será recordado por aquella reunión que propició Manuel Durao Barroso para poner de acuerdo a Bush-Blair-Aznar en relación a la Guerra de Irak. Allí, igualmente propiciada por quien era comisario de la Unión Europea, también se produjo, sin embargo, una reunión clave para el regionalismo global. La Organización de Regiones Unidas ORU Fogar nació en marzo de 2007 en Marsella. Sin embargo, fue concebida en Ponta Delgada, la capital del archipiélago, en junio de 2006 durante la celebración del seminario “Las regiones y la globalización”.
Si hoy recuerdo ese evento es, justamente, por la temática abordada. Barroso, el comisario europeo de Política Regional, Michel Barnier, el representante el PNUD, Christophe Nuttal y un montón de relevantes presidentes regionales se reunieron preocupados por las consecuencias de la globalización. Kofi Annan, entonces secretario general de la ONU, envió un mensaje expresando la misma inquietud.
Hacía ya varios años que el movimiento antiglobalización estaba señalando los efectos perversos del proceso: precarización del trabajo, destrucción de las economías más débiles por la irrupción de grandes empresas, efectos sobre el medio ambiente, amenaza a la capacidad de actuar de los estados, etc... El movimiento estaba tan connotado políticamente que se hizo, pero, un caso relativo. El tiempo, en este tema, ha dado mucha razón, sin embargo, a los antisistema.
Los ilustres invitados de Barroso, en todo caso, subrayaban -sobre todo- que la globalización suponía la estandarización del mundo y la uniformización de productos, costumbres y estilos de vida. Mostraban su rechazo a que las decisiones que afectaban a la vida cotidiana y al futuro de los territorios se tomaran cada vez más lejos de la gente. Y señalaban que la globalización sería inequitativa, porque habría muchas regiones que quedarían al margen. Frente a ese proceso, afirmaban que las regiones debían ser ámbitos en los que se preservara la identidad, la diferencia, la especificidad y -decían- "en un sentido amplio, la biodiversidad". Esa reunión marcó el camino del regionalismo.
Si existía preocupación por las consecuencias de la globalización era, en todo caso, porque, en 2006, la globalización avanzaba sin cesar. Con la Caída del Muro de Berlín, los mercados se abrieron, el comercio internacional fluía, las empresas se expandían por todas partes, las materias primas, las mercancías y los capitales circulaban. La globalización, en muchos sentidos, era muy positiva.
Este fluir se trasladó a la vida cotidiana. Podíamos pedir cualquier cosa para cenar y tenerla en media hora. Haciendo un clic, Amazon nos servía cualquier producto a las pocas horas. Los productos se empezaron a comprar, utilizar y lanzar como nunca antes en la historia se había hecho. Pero una lógica insostenible, pero, muy poderosa. Hoy podemos seguir haciendo clics, pero estamos muy lejos de ese momento.
La crisis económica de 2008 fue un primer aviso de que las cosas no eran tan fáciles como muchos decían. No obstante, vendrían muchos más avisos, el más importante: la pandemia de la COVID-19. De repente, la globalización presentaba su cara más perversa. Aunque, en 2020 se producía el BREXIT. En marzo de 2021, como una metáfora del colapso de la globalización, el portacontenedores de bandera panameña Ever Gobierno, se atascó en el Canal de Suez, paralizando completamente el comercio mundial. Después ha venido la Guerra de Ucrania que nos ha mostrado los barcos cargados de cereales bloqueados en Sebastopol y la Guerra de Gaza que ha poblado el Mar Rojo de piratas dispuestos a impedir que los portacontenedores llegaran a Suez. Y, en todo este proceso, hemos visto cómo faltaban chips y abastecimientos a muchas industrias y hemos comprobado también cómo todos estos problemas encarecían productos y, sobre todo, alimentos.
La globalización requería estabilidad. Durante unos años, como un espejismo, estuvo allí. Ahora, aunque sabemos que la estabilidad no está garantizada. El comercio global tiene dos grandes rutas: la de China en Estados Unidos y la de China en Europa. La primera, por el Pacífico, tiene 11.000 kilómetros. La segunda, dependiendo por donde pase, puede tener 14.500 o 22.500. Se trata básicamente de rutas marítimas con muchas posibilidades de haber sufrido interrupciones. Estados Unidos cuenta con un poder militar suficiente para garantizar su ruta con Asia. Sin embargo, ni Europa ni China pueden garantizar la suya. Reino Unido podía haberlo hecho. Sin embargo, sus intereses ya no están con Europa. Y, así, confiar en cadenas de suministros tan largas supone un grandísimo riesgo.
No se trata de que ya no llegue la pizza “Cuatro quesos”. Sabiendo lo que sabemos de geopolítica, del cambio climático o del terrorismo, no tenemos garantías de que a medio plazo nos llegue a casa el agua, el gas o la electricidad. Si sigue confiando en los abastecimientos de estas rutas, nuestras industrias pueden colapsar y nuestros supermercados verse desprovistos. Tampoco sabemos exactamente como garantizaremos la movilidad. Si queremos detener las catastróficas consecuencias del Cambio Climático, no podemos quemar más petróleo. De momento, si bien, lo necesitamos como el agua y si un abastecimiento está sometido a la geografía más voluble es, ¡pero, éste! Que la Guerra de Gaza, para empezar, tenga derivadas en este sentido entra dentro de lo posible, y hasta de lo probable. Mientras, el coche eléctrico no avanza. El hidrógeno es una utopía. ¿Y a nivel alimenticio? Las incógnitas son muy grandes... No sé qué comeremos nosotros, pero queda claro que la especulación con los cereales puede poner en graves dificultades el engorde de nuestra ganadería.
En este punto debemos volver al principio. Quizás haría falta una nueva reunión en las Azores. Allí, constataríamos que estamos ya en la postglobalización, en un mundo fracturado en el que las economías de escala globales van a desaparecer, porque se necesitan cadenas de suministros mucho más cortas y garantizadas. Si durante unas décadas había prevalecido por encima de todo el coste, ahora, lo más importante es la seguridad del abastecimiento. El sitio de producción se acercará al lugar de consumo. Habrá, pues, una industria de proximidad que produzca los imprescindibles.
En este escenario, las regiones no son sólo un espacio de identidad que resiste a la uniformización. Las regiones son mucho más. Son la escala en la que debe plantearse la solución a muchos de nuestros problemas. La región debe ser espacio económico, un ecosistema con sinergias poderosas y con un alto grado de autonomía del exterior. Habrá que trabajar con los vecinos, venciendo -si se necesitan- viejas reticencias, más que con destinos lejanos. Las regiones tendrán que proveerse también de su propia energía. La transición energética no es una opción, es un imperativo.
En el ámbito alimentario es necesaria una auténtica revolución. Nuestro sistema alimenticio globalizado es, objetivamente, una amenaza para los próximos años. Según el Informe de la FAO de 2023 la pandemia de la COVID-19 ha aumentado en 119 millones el número de personas en el mundo que pasan hambre. La Guerra de Ucrania en 23 millones. Algunos estudios apuntan a que en esta década hay 1000 millones de personas que pueden morir de hambre. En un mundo inestable, la seguridad alimentaria no puede depender de que lleguen los productos de miles de kilómetros. Se debe hablar de soberanía alimentaria y garantizar una mínima producción de proximidad.
No somos los únicos que tenemos claro que la solución está en las regiones. El prestigioso analista político japonés Keniche Ohmae lleva ya muchos años planteando que los estados-nación no son ya el marco de la actividad económica y que unas regiones bien tramadas y con una buena estrategia (apuesta industrial, inversión e individuos bien formados) son la clave del éxito en el mundo global.
En su último libro, “La era de la resiliencia”, publicado en noviembre de 2022, Jeremy Rifkin apuesta también por una gobernanza basada en las biorregiones. El conocido autor de "El fin del trabajo" afirma que ésta debe ser la apuesta "si aspiramos a la supervivencia y la prosperidad de nuestra especie". El autor considera la biorregión en términos sociales, psicológicos y biológicos: un “lugar para vivir” en el que la población establece un equilibrio con los demás seres vivos y en armonía con los procesos del planeta (estaciones, meteorología, ciclos hídricos...).
Aún más recientemente, el experto en geopolítica Peter Zeihan en "El fin del mundo es sólo el comienzo" hace la misma apuesta a favor de las regiones si "la humanidad no quiere colapsar".